El idilio del salamín

“100 gramos de jamón cocido y 100 de queso. El más barato que tenga, por favor”. Nunca existió en mi imaginación un comienzo de relación idílica tan burdo. Todo evolucionó tan rápidamente que con el correr de los días, en sólo cuestión de semanas, habíamos pasado del jamón más barato (que se usa para relleno de tarta) al “mas o menos bueno”, como le decía él. La jerarquización de jamones me daba la esperanza de que existía uno todavía mejor. Pero, como todavía no estaba preparada para comprarlo, no me preocupaba mucho. Aunque, ingenuamente, creía que algún día lo llevaría.

Los días pasaban y esa dosis diaria de embutido me resultaba cada vez más necesaria. Sin embargo, debo admitir que la adicción duró tan sólo un par de meses. En un punto la fisonomía de mi cuerpo se hizo descontroladamente prominente, especialmente en la zona baja de mis caderas. La sobredosis no fue obstáculo para que la relación con él siguiera porque la excusa del embutido ya estaba en un segundo plano. Inevitablemente el pretexto se fue esfumando y los salamines, las mortadelas, el matambre, la pavita, la panceta y todas las variedades de queso dejaban de existir en la relación entre el fiambrero y yo. Hasta el mostrador se tornaba más invisible mientras nosotros charlábamos. Casualmente, de tanto en tanto nos interrumpía el mismo proveedor. “Como le gusta a esta el salamín", imaginaba que pensaba al vernos. Por suerte mis caderas eran una prueba contundente de mi coartada (si es que se me pudiera incriminar por algo).

“100 grs de ese, a máquina”, le decían mis ojos. Siempre llevaba del mismo tipo, aunque alguna que otra vez variaba y me compraba con un cuarto de Port salut; no quería quedar como una cualquiera. Es muy ovbio que todas las mujeres soñamos con tener un buen jamón, pero no hay que ser tan explícita porque sino te tildan de desesperada. Un día como cualquier otro comencé a cuestionarme, ¿era el buen jamón lo que anhelaba?¿Por qué tanto empecinamiento en aspirar a él? ¿Qué pasaba con el pastrami, el lomo a las hierbas o un arrollado de matambre? ¿Por qué nunca había pensado en una feta de pavita? O, ¿por qué no intentar con el jamón crudo?

Nunca hubiera imaginado que el queso sería quien me tiraría finalmente un par de claves. Bueno, no sólo uno, después de eso, fueron unos cuantos los que me me hicieron dar cuenta de que lo que más me gusta a mí no es el buen jamón y mucho menos el salamín, que sólo me pareció una buena metáfora para el título de una historia que murió y nació como idilio. Lo que más disfruto es tomarme un tiempo para mí, tomar una copita de vino merlot roble y comer el exquisito queso brie. Mientras, suelo imaginar qué hubiera pasado si esa relación se concretaba, podría haber destrozado un hogar o haberme matado el colesterol.



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